EL FACTOR LETAL Philip K. Dick
Penetraron en la gran cámara. Al fondo, los
técnicos se agolpaban alrededor de un inmenso tablero iluminado y
estudiaban complejas configuraciones de luces que cambiaban rápidamente,
formando combinaciones en apariencia interminables. Los computadores,
manejados por seres humanos y robots, zumbaban sobre largas mesas.
Diagramas murales cubrían cada centímetro de espacio vertical. Hasten
miró a su alrededor, asombrado.
—Acércate y te enseñaré algo bueno
—rió Wood—. ¿Reconoces esto? —indicó con el dedo una voluminosa máquina
atendida por silenciosos hombres y mujeres vestidos con batas blancas.
—Desde
luego. Es algo parecido a nuestro propio Sumergible, pero veinte veces
más grande. ¿Qué recuperáis? ¿Y a qué época lo enviáis? —señaló el
Sumergible, se agachó y aplicó el ojo a la mirilla, pero estaba cerrada;
el Sumergible había entrado en funcionamiento—. Si hubiéramos tenido la
menor idea de su existencia, Investigaciones Históricas habría...
—Ahora
ya lo sabes —Wood se inclinó junto a él—. Escucha, Hasten, eres el
primer hombre ajeno al ministerio que entra en esta sala. ¿Viste los
guardias? Nadie puede entrar sin autorización; los guardias tienen orden
de matar a cualquiera que trate de acceder ilegalmente.
—¿Para ocultar esto? ¿Una máquina? ¿Mataríais a...?
Se irguieron. Wood apretó las mandíbulas.
—Vuestro
Sumergible bucea en la antigüedad: Roma, Grecia, polvo, legajos...
—Wood palmeó el enorme Sumergible—. Éste es diferente. Lo protegemos con
nuestras vidas, y es más importante que la vida de cualquiera. ¿Sabes
por qué?
Hasten desvió la vista hacia el aparato.
—Este Sumergible
no es para viajar hacia la antigüedad, sino... hacia el futuro. —Wood
miró de frente a Hasten—. ¿Entiendes? El futuro.
—¿Estáis rastreando
el futuro? ¡No podéis! Lo prohíbe la ley, lo sabéis de sobra. Si el
Consejo Ejecutivo se enterara, reduciría este edificio a escombros.
Conocéis los peligros. Berkowsky lo demostró en su tesis.
»No puedo
entender que utilicéis un Sumergible orientado hacia el futuro. Cuando
se extrae material del futuro se introducen automáticamente nuevos
factores en el presente; el futuro queda alterado. Se inician una serie
de trastornos interminables. Cuanto más te sumerges, más factores nuevos
se crean, y acumulas condiciones inestables para los siglos venideros.
Por eso se votó la ley.
—Lo sé —asintió Wood.
—¡Y continuáis
insistiendo! —Hasten movió la mano en dirección a la máquina y a los
técnicos—. ¡Basta, por el amor de Dios! ¡Basta de introducir elementos
letales que no se pueden eliminar! ¿Por qué os empeñáis...?
—Vale.
Harten, no nos leas la cartilla —le cortó Wood—. Es demasiado tarde: ya
ha sucedido. Un factor letal se introdujo en nuestros primeros
experimentos. Pensamos que sabíamos lo que hacíamos..., por eso te
trajimos aquí. Siéntate. Te lo contaré todo.
Se sentaron uno enfrente del otro, separados por el escritorio. Wood entrelazó las manos.
—Iré
al grano. Se te considera un experto, experto en Investigaciones
Históricas. Eres el ser viviente que sabe más sobre los Sumergibles
Temporales: por eso te hemos enseñado nuestra obra, nuestra obra ilegal.
—¿Y ya tenéis problemas?
—Muchos
problemas, y cada nuevo intento de resolverlos los empeora. Hagamos lo
que hagamos, la historia nos contemplará como la organización más
nefasta.
—Empieza desde el principio, por favor —pidió Harten.
—El
Sumergible fue autorizado por el Consejo de Ciencias Políticas; querían
saber los resultados de algunas de sus decisiones. Al principio nos
opusimos, siguiendo la teoría de Berkowsky, pero la idea era fascinante,
como ya te debes imaginar. Aceptamos y construimos el Sumergible... en
secreto, por supuesto.
»Hicimos el primer rastreo hace un año.
Utilizamos un subterfugio para protegernos del factor Berkowsky: no
cogimos nada. Este Sumergible no se halla equipado para extraer objetos;
se limita a hacer fotografías desde gran altura. Recuperamos la
película, ampliamos las instantáneas y tratamos de conjeturar las
condiciones.
»Al principio, los resultados fueron alentadores.
Ausencia de guerras, ciudades en expansión y de aspecto agradable. Las
ampliaciones de escenas callejeras mostraban mucha gente, en apariencia
felices. Caminaban con parsimonia.
»Después avanzamos cincuenta años.
Mucho mejor: las ciudades habían disminuido de tamaño, la gente no
dependía tanto de las máquinas. Hierba, parques. Las mismas condiciones
generales: paz, felicidad, mucho tiempo libre. Menos frenesí, menos
prisa.
»Continuamos adelante en el tiempo. Por supuesto que un método
de investigación tan indirecto no podía proporcionarnos la menor
certeza de nada, pero todo parecía ir bien. Transmitimos nuestros
informes al Consejo, y decidieron seguir con sus planes. Y entonces
sucedió.
—¿Qué, exactamente? —preguntó Harten, inclinándose sobre la mesa.
—Decidimos
volver a visitar un período que ya habíamos fotografiado antes, unos
cien años atrás. Enviamos el Sumergible y regresó con un rollo entero.
Lo revelamos y contemplamos las imágenes.
Wood hizo una pausa.
—Y
ya no era lo mismo. Era diferente. Todo había cambiado. Guerra... Guerra
y destrucción por todas partes —Wood se encogió de hombros—. Nos
quedamos atónitos; enviamos de regreso el Sumergible cuanto antes para
confirmarlo.
—¿Y qué encontrasteis esta vez?
Wood cerró los puños.
—¡Un
cambio todavía peor! Ruinas, ruinas sin fin, gente que se dedicaba al
pillaje. Ruina y muerte por todas partes. Escoria. El final de la
guerra, la fase terminal.
—Increíble... —musitó Harten.
—¡Pero eso
no fue lo peor! Comunicamos las noticias al Consejo. Mandó cesar toda
actividad y se embarcó en una conferencia de dos semanas; canceló todas
las órdenes y anuló los planes basados en nuestros informes. Eso sucedió
un mes antes de que el Consejo volviera a entrar en contacto con
nosotros. Los miembros querían que probáramos una vez más, que
enviáramos el Sumergible al mismo período. Nos negamos, pero
insistieron. No podía ser peor, fue su argumento.
»Así que
obedecimos. El Sumergible regresó y revelamos la película. Harten, hay
cosas peores que la guerra. No creerías lo que vimos. No había rastro de
vida humana.
—¿Todo había sido destruido?
—¡No! Ninguna
destrucción. Grandes y orgullosas ciudades, carreteras, edificios,
lagos, campos..., pero ni rastro de vida. Las ciudades vacías,
funcionando mecánicamente, cada máquina, cada cable en su sitio. Pero ni
un ser viviente.
—¿Qué pasó?
—Enviamos el Sumergible hacia el
futuro, de medio siglo en medio siglo. Nada, nada en ninguna de las
ocasiones. Ciudades, carreteras, edificios, pero ausencia de vida. Todo
el mundo muerto. Plaga, radiación o lo que sea, algo les mató. ¿De dónde
provino? No lo sabemos. Nuestras primeras investigaciones no lo
detectaron.
»Pero, de alguna manera, nosotros introducimos el factor
letal. Nosotros lo provocamos con nuestro aparato; no estaba cuando
empezamos; nosotros fuimos los causantes. Harten —Wood le miró desde la
máscara imperturbable de su rostro—. Nosotros lo originamos, y ahora
hemos de averiguar qué es y desembarazarnos de él.
—¿Cómo lo vais a hacer?
—Hemos
construido un Coche Temporal capaz de transportar un observador humano
al futuro. Enviaremos a un hombre para ver qué ocurre. Las fotografías
son insuficientes; ¡hemos de saber más! ¿Cuándo apareció por primera
vez? ¿Cuáles fueron los primeros síntomas? Una vez poseamos estos datos,
quizá podamos eliminar el factor, seguir su pista y erradicarlo.
Alguien tendrá que ir al futuro y descubrir nuestro error. Es la única
manera.
Wood se levantó y Hasten le imitó.
—Tú eres esa persona
—dijo Wood—. Tú, la persona más competente en este campo, irás al
futuro. El Coche Temporal aguarda ahí afuera, convenientemente
custodiado.
Wood hizo una señal. Dos soldados avanzaron hacia el escritorio.
—¿Señor?
—Vengan con nosotros; asegúrense de que nadie nos siga —se giró hacia Hasten—. ¿Preparado?
—Espera
un momento —vaciló Hasten—. Me gustaría obtener más información sobre
vuestras actividades, examinar el Coche Temporal. No puedo...
Los dos soldados se acercaron más y miraron a Wood. Éste posó su mano sobre el hombro de Hasten.
—Lo siento, pero no tenemos tiempo que perder; ven conmigo.
La
oscuridad se movía, caracoleaba y se contraía a su alrededor. Tomó
asiento ante el tablero de control y se secó el sudor que cubría su
rostro. Para bien o para mal, ya no podía echarse atrás. Wood lo había
previsto todo: unas pocas instrucciones, los controles preparados y la
puerta de acero que se cerraba a sus espaldas.
Hasten paseó la mirada
en torno suyo. Hacía frío dentro de la esfera; el aire era fresco,
cortante. Trató de concentrarse en los indicadores luminosos, pero el
frío le incomodaba. Se acercó al armario y empujó la puerta. Una
chaqueta forrada y un fusil desintegrador. Cogió el fusil y lo examinó
durante unos instantes. También había herramientas, todo tipo de
herramientas y accesorios. Acababa de devolver el fusil a su sitio
cuando cesó el traqueteo. Estuvo flotando un horroroso segundo, flotando
al azar, y luego la sensación se desvaneció.
La luz del sol penetró a
través del ventanal e inundó el suelo. Cerró las luces artificiales y
miró por la ventana. Wood había dispuesto los controles para que le
trasladaran cien años en el futuro. Se asomó con un estremecimiento.
Un
prado salpicado de flores y de hierba que se extendía hasta perderse de
vista. Algunos animales pacían bajo la sombra de un árbol. Abrió la
puerta y salió afuera. El calor del sol le confortó al instante.
Comprobó que los animales eran vacas.
Permaneció mucho tiempo parado
en el umbral, con los brazos en jarras. En el caso de que se tratara de
una plaga, ¿habría sido causada por bacterias transportadas por el aire?
Dio un paso adelante y afianzó el casco que rodeaba la cabeza. Sería
mejor no quitárselo.
Volvió para recoger el fusil. Salió de la esfera
y se aseguró de que la puerta permanecería cerrada durante su ausencia.
Tomadas las precauciones necesarias, Hasten saltó sobre la hierba del
prado. Se alejó de la esfera en dirección a una amplia colina que
ocupaba una extensión aproximada de setecientos metros. Mientras
caminaba examinó la muñequera sensora que le orientaría hacia el Coche
Temporal si se extraviaba.
Llegó junto a las vacas, que se removieron
inquietas y se apartaron. Percibió algo que le produjo un escalofrío:
tenían las ubres pequeñas y arrugadas. Nadie las pastoreaba.
Cuando
alcanzó la cumbre de la colina alzó los prismáticos y contempló una
inacabable extensión de tierra, kilómetros y kilómetros de campos verdes
que rodaban como olas hasta perderse de vista. ¿Nada más? Fue girando
poco a poco para escudriñar el horizonte.
Se puso rígido y ajustó la
mira. Muy lejos, a su izquierda, en el límite de su campo visual, se
alzaban las vagas líneas perpendiculares de una ciudad. Guardó los
prismáticos y aseguró los nudos de sus pesadas botas. Luego bajó por la
otra ladera de la colina a grandes zancadas: el camino era muy largo.
Al
cabo de media hora divisó unas mariposas. Danzaban y revoloteaban a la
luz del sol, a pocos metros de distancia. Se paró a descansar y las
observó. Eran de todos los colores, rojas y azules, moteadas de verde y
amarillo. Las mariposas más grandes que había visto en su vida. Quizá
pertenecían a un zoológico; quizá habían huido cuando el hombre
desapareció de escena, aclimatándose a una vida más libre, más salvaje.
Las mariposas remontaron el vuelo y se lanzaron hacia las distantes
torres de la ciudad, sin reparar en Hasten. Desaparecieron al cabo de
breves momentos.
Hasten reanudó su camino. Era difícil imaginarse el
fin de la humanidad en tales circunstancias: mariposas, hierba, vacas
paciendo a la sombra de un árbol. ¡Qué tranquilo y agradable se veía el
mundo sin la raza humana!
Una última mariposa pasó rozándole la cara.
Subió el brazo automáticamente para protegerse. La mariposa se estrelló
contra el dorso de su mano. Hasten estalló en carcajadas...
El miedo
le atenazó; cayó de rodillas, jadeando y sintiendo náuseas. Se
acuclilló y hundió el rostro en la tierra. Le dolían los brazos, el
terror le tenía paralizado; cerró los ojos para no marearse.
Cuando levantó la cabeza, la mariposa ya había partido en pos de las demás.
Yació
un rato sobre la hierba. Luego se irguió poco a poco hasta ponerse en
pie. Se desabrochó la manga de la camisa y examinó su muñeca. La carne
estaba ennegrecida, tirante e hinchada. Levantó la vista hacia la
ciudad. Ésa era la dirección que habían tomado las mariposas...
Volvió al Coche Temporal.
Llegó
a la esfera poco después del ocaso. La puerta se abrió al contacto de
su mano y Hasten entró. Se aplicó un emplasto en la mano y el brazo, y
luego fue a sentarse en el banco, sumido en sus pensamientos. Miró su
brazo herido. Una picadura accidental, por supuesto. La mariposa ni
siquiera se había dado cuenta. Si toda la bandada...
Esperó a que
anocheciera por completo y las tinieblas rodearan la esfera. Las abejas y
las mariposas se ocultaban de noche, al menos en teoría. Bien, valía la
pena arriesgarse. El brazo le dolía todavía y notaba un constante
latido. El emplasto no había servido de mucho; se sentía aturdido. Su
aliento olía a fiebre.
Antes de salir sacó todo el contenido del
armario. Examinó el fusil desintegrador, pero acabó desechándolo. En
seguida encontró lo que buscaba: una linterna y un soplete. Guardó el
resto y se levantó. Ya estaba preparado..., aunque no estaba muy seguro
de que ésa fuera la palabra correcta. Tan preparado como le era posible.
Salió
a la oscuridad y encendió la linterna. Caminó con rapidez. La noche era
oscura y desolada, sin más luz que la de unas pocas estrellas y la que
llevaba consigo. Remontó la colina y bajó por la ladera opuesta.
Atravesó un bosquecillo y desembocó en una llanura, siempre guiado por
el resplandor de su linterna.
Al llegar a la ciudad estaba
agotado. Había recorrido una larga distancia y respiraba con dificultad.
Enormes y fantasmales siluetas se alzaban sobre su cabeza hasta
hundirse en las tinieblas. No era una ciudad muy grande, al menos a
primera vista, pero el diseño le resultaba extraño a Hasten,
acostumbrado a perspectivas menos verticales y escuetas.
Atravesó la
puerta de entrada. La hierba brotaba del pavimento de las calles. Hizo
un alto para echar un vistazo. Hierba y maleza por todas partes y, en
las esquinas, junto a los edificios, montoncitos de huesos y polvo.
Siguió caminando con la linterna dirigida hacia los costados de los
esbeltos edificios. El eco de sus pasos resonaba con un sonido hueco. No
había otra luz que la suya.
Los edificios se espaciaban. Se encontró
de repente en una gran plaza cuadrada rebosante de arbustos y
enredaderas. Al otro lado distinguió un edificio de mayor envergadura
que los demás. Cruzó la vacía y solitaria plaza, paseando la linterna de
un extremo a otro. Aminoró el paso al reparar en un edificio situado a
su derecha. Su corazón se aceleró. La luz de la linterna reveló una
palabra expertamente grabada sobre el marco de la puerta: BIBLIOTECA.
Ni
más ni menos lo que deseaba. Subió los peldaños que conducían al oscuro
umbral. Los tablones de madera se doblaron bajo sus pies. Al llegar a
la entrada se encontró frente a una pesada puerta de madera con
tiradores metálicos. Al asirlos, la puerta cayó hacia él, se rompió en
pedazos y se desparramó sobre la escalera. Un hedor a polvo y corrupción
irritó su olfato.
Penetró en el interior y su casco hendió inmensas
telarañas a medida que avanzaba por los silenciosos pasillos. Eligió una
sala al azar y no descubrió más que montoncitos de polvo y fragmentos
grisáceos de huesos. Estantes y mesas bajas estaban apoyados contra las
paredes. Se acercó a los estantes y cogió unos cuantos libros. Se
convirtieron en polvo entre sus dedos. ¿Sólo había pasado un siglo desde
su propia época?
Hasten se sentó ante una de las mesas y abrió
uno de los libros que se conservaban mejor. No reconoció el idioma, una
lengua romance que le pareció artificial. Volvió una página tras otra.
Decepcionado, reunió un puñado de libros y volvió a la puerta. De
repente, su corazón se aceleró. Con las manos temblorosas se aproximó a
la pared. Periódicos.
Pasó las frágiles y quebradizas hojas con todo
cuidado y las sostuvo a la luz de la linterna. El mismo idioma, por
supuesto. Titulares destacados en tinta negra: Se las compuso para
enrollar los periódicos y sumarlos a su colección de libros, salió al
pasillo y volvió sobre sus pasos.
Al bajar por la escalera le azotó
el aire fresco. Contempló las casi imperceptibles siluetas que se
alzaban a los lados de la plaza. Después la cruzó con toda clase de
precauciones. Llegó hasta la puerta de la ciudad, salió a campo abierto y
se encaminó hacia el Coche Temporal.
Anduvo durante mucho tiempo,
sin descanso, con la cabeza gacha. El cansancio le obligó finalmente a
detenerse para recuperar el aliento. Dejó su carga en tierra y examinó
los alrededores. En el límite del horizonte apareció una franja gris. La
aurora. La salida del sol.
Un viento frío se arremolinó en torno a
él. Los árboles y las colinas empezaban a distinguirse a la incipiente
luz grisácea, una silueta inflexible y rigurosa. Volvió la vista hacia
la ciudad. Los abandonados edificios se erguían, sombríos y pálidos. Le
fascinó la primera luz del día que hería las agujas y las torres. Los
colores se difuminaron y la niebla se interpuso entre él y la ciudad. Se
agachó y recogió su carga. Caminó con tanta rapidez como pudo, aterido
de frío.
Una mancha blancuzca había surgido de la ciudad y flotaba en el cielo.
Después
de mucho tiempo, Hasten miró hacia atrás. La mancha continuaba en su
sitio..., pero había crecido. Y ya no era blanca; a la luz del día
brillaba con muchos colores.
Aceleró el paso; descendió una colina y
trepó a otra. Conectó su muñequera. Le comunicó en voz alta que no se
hallaba lejos de la esfera. Movió el brazo y el sonido enmudeció. A la
derecha. Se secó el sudor de las manos y prosiguió.
Unos minutos más
tarde, divisó desde lo alto de un risco la esfera de metal
resplandeciente posada sobre la hierba, recubierta por el rocío de la
mañana: el Coche Temporal. Bajó la colina, resbalando y corriendo.
Acababa
de abrir la puerta de un codazo cuando la primera nube de mariposas
apareció sobre la cumbre de la colina, moviéndose en silencio hacia él.
Cerró
la puerta, depositó su cargamento en el suelo y flexionó los músculos.
Le dolía la cabeza y se sentía presa del pánico No tenía tiempo que
perder: se abalanzó sobre la ventana y miró afuera. Las mariposas
rodeaban la esfera, danzaban y revoloteaban, despedían chispas de color.
Se posaron por todas partes, incluso sobre la ventana. Su visión fue
interrumpida bruscamente por una masa de cuerpos centelleantes, suaves y
pulposos, que batían las alas al unísono. Escuchó. Captó un sonido
repetido y ensordecedor que surgía de todos lados. El interior de la
esfera quedó sumido en la oscuridad cuando las mariposas cubrieron por
completo la ventana. Encendió las luces artificiales.
Pasó el tiempo.
Examinó los periódicos, sin decidirse a actuar. ¿Retroceder o continuar
adelante? Quizá valdría la pena dar un salto de cincuenta años. Las
mariposas eran peligrosas, pero tal vez no constituían el factor letal
que buscaba. Se miró la mano. La zona muerta, negra y tirante, se
expandía. Experimentó una punzada de preocupación; empeoraba, no
mejoraba.
El ruido que producían las mariposas al rozar el metal le
molestaba e inquietaba. Dejó los libros a un lado y paseó arriba y
abajo. ¿Cómo podían unos vulgares insectos, aunque fueran tan grandes
como ésos, destruir a la raza humana? Los seres humanos podrían acabar
con ellos sin demasiadas dificultades: polvos, venenos, pulverizadores.
Una
diminuta partícula de metal le cayó sobre el hombro. Se la quitó de un
manotazo. Cayó una segunda partícula, seguida de menudos fragmentos. Dio
un brinco, alzó la cabeza.
Se estaba formando un círculo sobre su
cabeza. Otro círculo apareció a la derecha, y a continuación un tercero.
Más círculos se formaban en las paredes y en el techo de la esfera. Se
plantó de un salto ante el tablero de control y conectó los mandos.
Trabajó febril, velozmente. Una lluvia de fragmentos metálicos inundó el
suelo. Un corrosivo, alguna sustancia que exudaban los insectos.
¿Ácido? Alguna secreción natural. Se volvió cuando se desplomó un gran
trozo de metal.
Las mariposas se introdujeron en la esfera como una
exhalación. La pieza que había caído era un círculo cortado limpiamente.
Ni siquiera tuvo tiempo de verlo; agarró el soplete y lo encendió. La
llama succionó y gorgoteó. Apuntó en dirección a las mariposas y el aire
se llenó de partículas ardientes que se derramaron a su alrededor; un
hedor insoportable se adueñó de la esfera.
Cerró los últimos
conmutadores. Las luces de posición parpadearon y el suelo tembló bajo
sus pies. Tiró de la palanca principal. Un enjambre de mariposas pugnaba
por introducirse en el aparato. Un segundo circulo de metal se estrelló
en el suelo y dio paso a una nueva invasión. Hasten se encogió,
retrocedió, levantó el soplete y roció de fuego a los incansables
asaltantes.
Luego se hizo un silencio tan repentino y absoluto que
hasta él parpadeó de sorpresa. Aquel roce insistente y continuado había
cesado. Estaba solo, a no ser por una nube de cenizas y partículas que
cubría el suelo y las paredes, los restos de las mariposas que habían
irrumpido en la esfera. Hasten, tembloroso, se sentó en el banco; se
hallaba a salvo y regresaba a su tiempo. Había descubierto el factor
letal, sin duda alguna. Así lo demostraba el montón de cenizas y los
círculos practicados en el casco de la esfera. ¿Una secreción corrosiva?
Sonrió con amargura.
La última visión de la horda le había revelado
lo que quería saber. Las primeras mariposas que se introdujeron en la
esfera a través de los círculos portaban herramientas, diminutas
herramientas cortantes. Se habían abierto paso con ellas; transportaban
su propio equipo de trabajo.
Se sentó a esperar que el Coche Temporal completara su viaje.
Los guardias del ministerio le ayudaron a bajar del Coche. Pisó él suelo, vacilante, y se apoyó en ellos.
—Gracias —murmuró.
—¿Estás bien, Hasten? —se interesó Wood.
—Sí —asintió—, de no ser por la mano.
—Vayamos adentro.
Entraron en la cámara por una gran puerta.
—Siéntate —Wood agitó la mano con impaciencia y un soldado se apresuró a traer una silla—. Tráigale un poco de café.
Hasten bebió el café, y luego apartó la taza. Se reclinó en la silla.
—¿Nos lo vas a explicar? —preguntó Wood.
—Sí.
—Estupendo.
—Wood tomó asiento delante de él. Conectó una grabadora, y una cámara
empezó a filmar el rostro de Hasten mientras hablaba—. Adelante. ¿Qué
averiguaste?
Cuando hubo terminado se hizo el silencio en la sala. Ni los guardias ni los técnicos hablaron.
Wood se levantó, temblando.
—Dios
mío... Así que una forma de vida tóxica acabó con ellos. Ya me lo
imaginaba, pero... ¿mariposas? Mariposas inteligentes que planean
ataques, que crecen con rapidez y se adaptan sin dificultades.
—Es posible que los libros y los periódicos nos sirvan de algo.
—Pero
¿de dónde vinieron? ¿Una mutación que afectó a una forma de vida ya
existente? Tal vez llegaron de otro planeta, tal vez fueron resultado
del viaje por el espacio. Hemos de averiguarlo.
—Sólo atacaron a los seres humanos —indicó Hasten—. Se desinteresaron de las vacas. Sólo a la gente.
—Quizá
podamos detenerlas. —Wood conectó el videófono—. Convocaré una reunión
extraordinaria del Consejo. Les proporcionaré tus explicaciones y
recomendaciones. Pondremos en marcha un programa, organizaremos equipos
por todo el planeta. Aún tenemos una oportunidad. Gracias, Hasten, es
posible que aún podamos detenerlas.
El operador apareció y Wood le
entregó el número de clave del Consejo. Hasten, absorto, se levantó y
paseó sin rumbo por la sala. El brazo le dolía mucho. Salió de la cámara
y volvió hacia el Coche Temporal, que algunos soldados examinaban con
curiosidad. Hasten les observó como atontado, con la mente en blanco
—¿Qué es esto, señor? —preguntó uno.
—¿Eso? —Hasten dio unos pasos adelante—. Un Coche Temporal.
—No, me refiero a eso —el soldado señaló algo en el casco—. Esto, señor. No estaba ahí cuando el Coche partió.
El
corazón de Hasten dejó de latir. Pasó entre ellos y alzó la vista. Al
principio no distinguió nada especial. sólo la superficie de metal
corroída. Luego, un escalofrío le recorrió de pies a cabeza.
Había
algo en la superficie, algo pequeño, de color pardo, peludo. Se adelantó
y lo tocó. Una bolsa, una bolsa parda, pequeña y dura. Estaba seca,
seca y vacía. Dentro no había nada; estaba abierta por un extremo.
Advirtió en seguida que todo el casco del Coche estaba lleno de estos
saquitos, algunos todavía llenos, pero la mayoría vacíos.
Capullos.
FIN
Título Original: Medler © 1954.
Edición digital: Daniel sierras de Córdoba.
Revisión y reedición: Sadrac.