sábado, 20 de noviembre de 2010

La hermana de la Bella Durmiente

De Los Caballeros de la Rama

Textos extraídos, con autorización del autor y los editores, del libroLos Caballeros de la Rama. Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 2003; colección Próxima Parada Alfaguara, Serie Azul.
© Marcelo Birmajer
© Editorial Alfaguara

La hermana de la Bella Durmiente

I
Los padres de la Bella Durmiente celebraban el cumpleaños número quince de su segunda hija.
Veinte años atrás, su primogénita, los mismos reyes y toda la población de Palacio se habían salvado, gracias al beso del príncipe, del sueño eterno en el que los había sumido la maldición de la bruja Agatha —también conocida como el Hada Mala—. Maldijo a Bella, la primogénita, en su cumpleaños número quince, precisamente por no haber sido invitada a la fiesta. La condenó a dormir por siempre en cuanto se pinchara con una aguja. De no ser por el beso en los labios del príncipe Romo, aún estarían durmiendo.
Los reyes habían recibido el nacimiento de Bella como un milagro, puesto que por entonces llevaban muchos años de casados sin que la Providencia los hubiese bendecido con la llegada de un hijo. Y luego de que el príncipe anulara el hechizo, al poco tiempo dieron al reino la buena nueva de que un hijo más venía en camino. Fue una hermosa princesita a la que llamaron Sofía. Ahora cumplía quince años.
Las horribles circunstancias del cumpleaños número quince de Bella habían escarmentado a los reyes, Flavio y Adriana. Ya sabían que no bastaba con todo el poder ni el dinero ni los guardias del mundo para garantizar la seguridad de sus hijas. Pero, aunque nada fuera suficiente, debían precaverse con inteligencia y astucia para que el destino de las jóvenes fuera lo más seguro posible.
Por ello, para el cumpleaños número quince de Sofía convocaron al reino al profesor Strogonoff, quien estaba reputado en toda Europa como sabio prominente, experto en estrategia, seguridad y trato con los poderes extraterrenales.
El profesor Emil Strogonoff era un hombre de cincuenta años, de muy buen ver, con una tupida barba blanca, y una mirada intensa y brillante. Llegó a Palacio en un carro tirado por dos caballos, acompañado por cuatro guardias del reino de Basilea, de donde provenía, y a llegar al sendero real se le sumaron cuatro guardias montados más, enviados por Flavio y Adriana.
Luego de una opípara merienda, el sabio durmió una necesaria siesta, y por la noche, luego de la cena —porque mientras se come no se trabaja—, Flavio, Adriana y Emil Strogonoff se reunieron en la Sala de Conferencias real para debatir el tema: cómo asegurar el buen transcurrir de la fiesta de quince años de Sofía.
Strogonoff pidió todos los documentos referidos al cumpleaños número quince de Bella, a Agatha y a las Hadas Buenas.
—Es evidente —les dijo el sabio a los reyes— que vuestra preocupación deviene del mal trance vivido hace veinte años, cuando el cumpleaños número quince de vuestra primogénita. Lo primero que debemos evitar es que se repitan semejantes sucesos.
Flavio y Adriana asintieron.
Los tres conversaron horas sobre cada uno de los detalles que habían precedido a la ceremonia, a la aparición intempestiva de Agatha y a la maldición. El profesor Strogonoff leyó una vez más los documentos delante de los reyes y, no contento con ello, se llevó los papeles a la cama.
—Mañana por la mañana —dijo el profesor—, luego del desayuno, les recomendaré un plan de acción.
Los reyes pasaron una mala noche, aguardando con ansiedad la sugerencia del sabio.
Al día siguiente, como había prometido, luego de los canapés de lengua de ruiseñor y la leche con licor que los reyes acostumbraban desayunar, Strogonoff presentó su plan de seguridad.
II
—Quizá mi idea les resulte pueril o infantil —dijo el profesor—. Pero a menudo los peligros más difíciles se alejan con las respuestas más simples. Lo sé por mi servicio a las órdenes de buena parte de los poderosos de la Tierra: reyes, emperadores y hombres ricos o ilustres. Por todo lo leído y conversado, tengo para mí que el único peligro real cercano que hoy afrontamos es la misma Agatha. Aún vive y ansía venganza. Es cierto que a lo largo de su vida la princesa Sofía enfrentará muchos otros peligros —no podemos prever la mayoría de ellos—, y para entonces, si la buena fortuna lo quiere, ella ya estará casada, protegida por un gran señoir, y será lo suficientemente grande como para saber precaverse o bien recurrir a mí de nuevo, que estaré siempre a vuestras órdenes. Pero el desafío de la presente hora es impedir que en la próxima fiesta, en la flor de su edad, la princesa Sofía sufra un destino semejante al de vuestra primera hija. Por lo tanto, mi consejo es invitar a la bruja Agatha a la fiesta.
III
El rey y la reina casi se caen para atrás en sus confortables sillones.
Sabían que la bruja vivía, pero tenían la esperanza de no volver a verla por el resto de su vida. ¿Invitarla a la fiesta, nada menos... ¡a la responsable de la peor tragedia que habían vivido!?
—Pero... pero... —tartamudeó el rey Flavio, que nunca tartamudeaba—. ¿Cuál es el sentido de invitar a nuestra peor enemiga a la más importante de nuestras fiestas?
—Mis queridos reyes —respondió Strogonoff con la calma que lo había hecho célebre. Ustedes saben tan bien como yo que la bruja Agatha lanzó su maldición sobre Bella con motivo de no haber sido invitada a la fiesta. Pues... ¡prevengámonos! Invitémosla a la fiesta de Sofía y quitémosle todo motivo para atentar contra la familia real. Deben saber, vuestras majestades, que la paz se hace con los enemigos. No hace falta hacerla con los amigos, pues con ellos ya existe una relación pacífica. Les recomiendo invitar a Agatha, como si fuera otra de las brujas buenas. Más vale tenerla de invitada que de enemiga.
Los reyes pidieron al profesor tiempo para meditar su consejo.
Se retiraron a la alcoba real y regresaron cuando Strogonoff terminó su almuerzo. El profesor les pidió permiso para retirarse a su siesta diaria antes de recibir la respuesta real, y sus anfitriones se lo concedieron. Por la tarde, Flavio y Adriana respondieron que aceptaban el consejo: invitarían a Agatha a la fiesta.
IV
No se recordaba en el reino una fiesta tan fastuosa, elegante y cálida desde la boda de Bella.
De todos los reinos, de todos los imperios, e incluso de aquellos países donde ya no había reyes ni emperadores concurrieron invitados: gentes de la corte, grandes dignatarios, científicos e historiadores de escasos recursos económicos. También, por supuesto, las tres hadas buenas: Marcia, Flora y Azulina.
Como a todos los invitados, los reyes hicieron llegar a Agatha una tarjeta enmarcada y bordada en oro, convocándola al cumpleaños de quince de Sofía. Pero cuando ya el banquete promediaba, la bruja no se había hecho presente.
Flavio la aguadaba con enfermiza ansiedad, pero Adriana comenzaba a concebir la esperanza de que no concurriera. Emil Strogonoff mantenía su impasible calma.
Para los postres, poco antes de que Adriana se dispusiera a decir unas breves palabras y regalara a su hija una corona de oro y perlas, y una provincia oriental; poco antes de que las tres hadas buenas bendijeran a la quinceañera con dones sobrenaturales, un rayo siniestro atravesó el gigantesco salón y apareció Agatha flotando justo en el medio entre el piso de plata y el techo de mármol.
—Malditos —gritó—. Malditos los reyes, malditos los invitados y maldita la homenajeada.
Flavio tragó sin masticar el trozo de pastel que tenía en la boca: ¿acaso no le había llegado la invitación? ¡Tres pajes y dos guardias le aseguraron que la había recibido la bruja en persona!
Strogonoff miró con severidad a la reina Adriana: ¿acaso no habían seguido su consejo, no la habían invitado?
Fue Adriana, demostrando la profundidad de la oculta valentía de las mujeres, la que se atrevió a responderle con un grito de madre injuriada:
—Te hemos invitado a nuestra fiesta, Agatha. Como a todos, te enviamos una tarjeta enmarcada y bordada en oro. ¿Por qué no ocupas tu lugar en la silla, lo que te ha sido ofrecido en buena ley, en lugar de amenazarnos sin sentido?
—Claro que me habéis invitado, desdichados. He llegado un poco tarde, pero de todos modos antes de que termine la fiesta. A tiempo para condenar a tu hija a que duerma eternamente no bien se pinche con una aguja.
Proferida la maldición, lanzó un nuevo rayo, sólo sobre Sofía, que la hizo brillar malsanamente durante un segundo. Las hadas, una vez más, nada podían hacer para romper ese hechizo.
Flavio, alentado por la valentía de su esposa, gritó a la bruja:
—¡Cómo te atreves, ingrata! En la fiesta anterior nos dijiste que tu furia se debía a que no te habíamos invitado... ¿Por qué nos atacas ahora?
Agatha se tomó un instante para responder, como si lo pensara, y habló con indolencia:
—He descubierto algo sobre mí misma y creo que tal vez ustedes debieron haberlo sabido antes que yo: soy mala porque sí. No me importa si me invitan o no a sus fiestas; maldeciré a cada una de sus hijas.
—Tiene toda la razón, Majestad —dijo Strogonoff sin perder la calma—. Reintegraré vuestros honorarios y abandonaré mi profesión. Definitivamente, hace falta más que un estratega para vencer el enigma del Mal.

Los Caballeros de la Rama

Romo acababa de cumplir veintitrés años cuando los Caballeros de la Rama llegaron a Palacio. Viajaban por el mundo en grupos de entre seis y diez. A menudo eran perseguidos por otros grupos de guerreros, por individuos solitarios e incluso por criaturas desconocidas, cuya existencia no era fácilmente comprobable. Se decía que los había perseguido durante un año un dragón, y que cada vez que se lanzaban a la mar eran acechados por un gigantesco monstruo marino para el que los hombres no tenían nombre. La rama que llevaban consigo era realmente un prodigio: se trataba de una rama de manzano, con tres manzanas rojas, henchidas, a punto de caer. La llevaban como la habían llevado sus abuelos, sus tatarabuelos y ancestros aun más lejanos, hasta donde se perdía el rastro. La rama era la misma. Hacía cientos de años que se mantenía madura y firme, igual que sus frutos. Por algún motivo, muchos otros hombres y criaturas deseaban la misma rama, pero los Caballeros de la Rama nunca habían perdido su dominio. Merlín lo pensó un buen rato antes de permitirles pasar la noche en Palacio. No sentía ninguna predilección por ellos, pero tampoco quería enemistarse. Averiguó si en aquel preciso momento los estaba persiguiendo algún otro grupo enemigo, y en tal caso si existían riesgos reales. Los guardias y espías informaron a Merlín que no había enemigos humanos a la vista, pero corrían rumores de que un ave gigantesca, con cuerpo de murciélago y cabeza de león, perseguía a los Caballeros de la Rama aquel año. Merlín desmereció la supuesta noticia agitando una mano.
—Créanme —les dijo a sus guardias y espías—. Cuando uno realmente se interna en los secretos de la magia, termina volviéndose un escéptico. A mi edad, ya no creo en rumores: no creo en nada acerca de lo que se murmure. Las cosas realmente imposibles que me han pasado en la vida me han ocurrido sin que nadie me las avisara. Y todas aquellas acerca de las cuales me habían advertido nunca me ocurrieron. Dejad pasar pues a los Caballeros de la Rama. Bajad el puente y decidles que son bienvenidos. Por mí, los dejaría dormir bajo los árboles del bosque. Pero si no representan ningún peligro, ¿para qué enemistarnos con ellos?
Los guardias obedecieron.
A diferencia del calmo y cuidadoso Merlín, Romo estaba totalmente excitado. Había escuchado hablar de los Caballeros de la Rama desde que tenía uso de razón. Su difunto padre le había contado acerca de ellos sin demasiado detalle. Pero eran el comentario de todos los niños, de los adolescentes y de los jóvenes: los Caballeros de la Rama no sólo se transmitían la tarea del cuidado de la rama de padres a hijos; también, en ocasiones, sumaban a un joven lo suficientemente valiente y agudo.
Romo había soñado, en su infancia —igual que todos sus escasos amigos— con ser uno de los Caballeros de la Rama. Durante la adolescencia había descartado este anhelo como una fantasía infantil, y en los primeros tramos de su juventud lo había olvidado. Pero ahora, a los veintitrés años, aburrido del Palacio, y también un poco de su propia vida, volvía a sentirse un niño. Los Caballeros de la Rama recorrían el mundo. Eran recibidos por reyes y emperadores. Conocían princesas —incluso noviaban con ellas— y nunca se casaban. Los casados debían renunciar al cuidado de la rama. Pero, claro, a menudo arriesgaban sus vidas por la rama, y no siempre con éxito. Por eso no eran más que entre seis y diez.
Romo no cabía en sí de la excitación. Quería hablar un rato con cada uno, que lo vieran espadear y galopar. También que lo escucharan.
Finalmente, por la noche, los seis caballeros entraron al salón de cenar, donde Romo y Merlín los aguadaban. Uno de ellos, sin armas, llevaba la rama en la mano. Romo se acercó hasta el metro permitido: las manzanas parecían listas para ser comidas; la rama tenía nudos, algún que otro pequeño tajo que dejaba ver una madera verdosa, fresca, y exhalaba la fragancia de las primicias. Era un verdadero milagro. Los cinco caballeros restantes portaban una espada gruesa a un lado de la cintura y una larga y fina al otro; también una lanza en la mano, que apoyaron junto a la silla para comer. Vestían muy bien, y se comportaban como hombres educados, pero había en sus movimientos y hasta en el tono de sus voces una cierta brutalidad que no podían ocultar. Romo les preguntó por sus historias y vidas.
—Majestad —dijo en un momento el mayor—, algunos de nosotros somos hermanos, otros primos, con algunos no tenemos relación de sangre. Pero a todos nos une un parentesco: somos capaces de morir por la rama. Desde pequeños, nos han enseñado a ser héroes. Cada vez menos hombres en el mundo, Majestad, están dispuestos a morir por una idea.
Las pupilas de Romo brillaron.
—¿Qué requisitos debe uno cumplir para convertirse en uno de los Caballeros de la Rama? —preguntó Romo.
—No más que estar lo suficientemente convencido —contestó el que le seguía en edad al primero que había hablado.
Comieron y bebieron, y Romo no dejó de hacer preguntas acerca de cómo sumarse al grupo. Al llegar la medianoche, cada cual marchó a sus aposentos; seguirían camino al alba.
Romo no se dirigió a su habitación. Permaneció en la sala de reuniones, tratando de hojear unos libros, bebiendo té de a ratos y haciendo esgrima con su sombra.
—¿Te irías con ellos si te lo propusieran? —preguntó Merlín, que entró, como pocas veces hacía, casi como una aparición en la sala.
—No lo dudaría un segundo —respondió Romo, poniendo la espada paralela a su propia pierna.
—¿Sabes, Romo, amigo mío? Te sorprendería la cantidad de gente que está dispuesta a dar la vida por algo. Lo que hace valiosa una idea no es que uno esté dispuesto a dar la vida por ella, sino la posibilidad de vivir con ella. Lo mismo vale para una casa, un río o una mujer. Uno puede dar la vida por cualquier cosa y sentirse un héroe; pero los verdaderos héroes son los que nos ayudan a vivir, no los que están dispuestos a morir por cualquier cosa. ¿Morir por una idea? ¿Cuál es el mérito? Pero vivir con una idea, eso sí que es una proeza. Labrar la tierra, construir una casa, formar una familia, es una tarea harto más difícil que morir por cualquiera de esas cosas. ¿Dime para qué sirve esa rama? Esas manzanas ni siquiera pueden comerse. Y déjame decirte algo sin que me escuchen: ¿tienes la plena seguridad de que esa rama es verdaderamente un prodigio y no un truco de los Caballeros de la Rama, que la cambian sin que nadie lo sepa, año tras año, estación tras estación, para tener por qué morir y darles sentido a sus vidas vacías?
El té de Romo se había enfirado, el libro se había cerrado sin que pudiera marcar la página y la sombra parecía haberle ganado el combate de esgrima. Merlín se fue a dormir sin que el muchacho pudiera contestarle. Romo se durmió en el sillón de la sala de reuniones, y no cumplió con lo que se había prometido a sí mismo: despertar antes del alba para darles el último adiós a los Caballeros de la Rama.

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